El trabajo es el argumento que se repite en todos los periódicos, conferencias, debates políticos e incluso en artículos y panfletos escritos por compañeros. Las grandes preguntas que se plantean son: ¿cómo hacer frente a la desocupación creciente? ¿cómo volver a dar un sentido a la profesionalidad laboral penalizada por la actual reestructuración capitalista? ¿cómo hallar caminos alternativos al trabajo tradicional? ¿es posible el reparto del trabajo?.
La sociedad postindustrial ha resuelto el problema de la desocupación, al menos dentro de ciertos límites, dislocando la fuerza laboral hacia sectores más flexibles, fácilmente maniobrables y controlables. Ahora, en la realidad de los hechos, la amenaza social de la desocupación creciente es más teórica que práctica y es utilizada como arma política para disuadir a amplias capas de población de intentar direcciones organizativas que pongan en discusión las actuales directrices económicas. En la actualidad, siendo el trabajo mucho más controlable, precisamente en su forma cualificada, pegada al puesto de trabajo, se insiste sobre la necesidad de dar trabajo a la gente, por eso de reducir la desocupación. No porque ésta constituya un peligro en sí, sino más bien al contrario, porque el peligro podría venir de la misma experiencia de flexibilidad ahora ya hecha indispensable en las organizaciones productivas. El haber sustraído una identidad social que precisa el trabajador lleva a posibles consecuencias disgregativas que hacen más difícil el control. Del mismo modo, los intereses de formación profesional en su conjunto no permiten una formación de alto nivel, al menos no para la mayoría de los trabajadores. Se ha sustituido pues la pasada petición de profesionalidad por la actual de flexibilidad, es decir, de adaptabilidad a tareas laborales en constante modificación, a pesar de una empresa a otra; en suma, a una vida cambiante en función de las necesidades de los patronos. Desde la escuela se programa ahora esta adaptabilidad, evitando suministrar los elementos culturales de carácter institucional que una vez constituían el bagaje técnico mínimo sobre el cual el mundo del trabajo construía la profesionalidad. Esta ahora se reduce a unos pocos millares de personas que son preparadas en los másters universitarios, algunas veces a expensas de las mismas y grandes empresas que tratan así de acaparar a los sujetos más proclives a sufrir adoctrinamiento y, como consecuencia, un condicionamiento...
La sociedad postindustrial ha resuelto el problema de la desocupación, al menos dentro de ciertos límites, dislocando la fuerza laboral hacia sectores más flexibles, fácilmente maniobrables y controlables. Ahora, en la realidad de los hechos, la amenaza social de la desocupación creciente es más teórica que práctica y es utilizada como arma política para disuadir a amplias capas de población de intentar direcciones organizativas que pongan en discusión las actuales directrices económicas. En la actualidad, siendo el trabajo mucho más controlable, precisamente en su forma cualificada, pegada al puesto de trabajo, se insiste sobre la necesidad de dar trabajo a la gente, por eso de reducir la desocupación. No porque ésta constituya un peligro en sí, sino más bien al contrario, porque el peligro podría venir de la misma experiencia de flexibilidad ahora ya hecha indispensable en las organizaciones productivas. El haber sustraído una identidad social que precisa el trabajador lleva a posibles consecuencias disgregativas que hacen más difícil el control. Del mismo modo, los intereses de formación profesional en su conjunto no permiten una formación de alto nivel, al menos no para la mayoría de los trabajadores. Se ha sustituido pues la pasada petición de profesionalidad por la actual de flexibilidad, es decir, de adaptabilidad a tareas laborales en constante modificación, a pesar de una empresa a otra; en suma, a una vida cambiante en función de las necesidades de los patronos. Desde la escuela se programa ahora esta adaptabilidad, evitando suministrar los elementos culturales de carácter institucional que una vez constituían el bagaje técnico mínimo sobre el cual el mundo del trabajo construía la profesionalidad. Esta ahora se reduce a unos pocos millares de personas que son preparadas en los másters universitarios, algunas veces a expensas de las mismas y grandes empresas que tratan así de acaparar a los sujetos más proclives a sufrir adoctrinamiento y, como consecuencia, un condicionamiento...
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